Llovía
a cántaros en los campos de La Habana, capital de Cuba, y en el medio del monte
un joven, aterrado por la tormenta eléctrica, encontró una cueva en la que se
guareció del mal tiempo.
Era
una cueva pequeña y aun con la tarde gris podía ver parte de aquella caverna
que nunca había visto, aun cuando se conocía al detalle cada palmo del lugar.
Como
joven intruso y con todo el tiempo del mundo en espera de que cesara la lluvia,
se puso a husmear por la gruta, y encontró una bella montura encima de un
caballete, y aunque no le gustaba tocar lo desconocido, fue tanta la tentación
que al tocarla se hizo polvo delante de sus ojos.
Y
entonces vienen las leyendas, y muchos aseguran que ocurrió porque la montura
era demasiado vieja y estaba desecha por el tiempo, pero los más viejos
aseguraron que hay objetos que no pueden tomarse porque tienen dueño.
Recuerdo
que mi abuelo materno Guanche, mi segundo padre y formador en buena medida de
mi carácter, me hablaba cuando pequeño de las leyendas sobre objetos
desconocidos, y un día mi padre me contó la historia de alguien conocido por él
que en un sueño le dijo el lugar exacto de una botija llena de monedas de oro,
y cuando fue al lugar y tomó el envase se desvaneció como mismo hizo la montura
de la historia.
De
las botijas llenas de monedas de oro dice la leyenda que siempre son portadoras
de las desgracias, y todos los que han tratado de tomarlas han quedado en el
intento o cuando menos algo malo pasa en su familia.
En
tiempos de mi abuelo y de mi padre, las boticas, que eran recipientes de barro, redondas, de cuello corto y
estrecho, por el que no cabía una moneda, eran usadas para guardar dinero,
porque los inmigrantes hacían una huaca, escondían las monedas, que en tiempo
de antaño eran de oro, para que no se las robaran y algún día regresar y
recogerlas para volver a sus países de origen.