Dicen que
vivía en el Puerto de Manatí, al norte de la provincia de Las Tunas, y según
testigos era un pescador empedernido que afirmaba era novio de una mujer con
cola de pez.
De ahí que
muchos pobladores del lugar lo tildaban de loco. Y las pocas veces que pasaba
delante de todos, hinchaba el pecho y sus ojos miraban al cielo, porque era muy
feliz con su amada.
Cuenta la
leyenda que todas las noches, el pescador llegaba hasta los acantilados y se
sentaba a esperar a su amada.
Y dicen que
su mirada se perdía en el horizonte y se confundía con el azul del mar, hasta
la línea del horizonte huérfana de embarcaciones.
Jacinto era
su nombre, y protagonizaba todo un rito del que no lo sacaban ni los muchachos
que pasaban y se burlaban de él, que inalterable, se reía a la vez de ellos y
en su interior lo embriagaba su felicidad.
Así pasaba
largas horas a la espera de su amada, por lo que uno de los pescadores amigos
lo conminó a que dejara aquella obsesión porque iba a morir de frío y de
hambre, pero Jacinto hacía caso omiso a todo cuánto le decían, porque su sirena
lo llenaba de felicidad, y hablaba de ella con tanta belleza que los pescadores
lo dejaron de tildar de loco por sus profundos sentimientos.
Una madrugada
de luna llena, Jacinto contemplaba el mar esperando a su amada. Estaba feliz,
con su mirada fija en el horizonte. Entonces se levantó de su asiento en uno de
los arrecifes, llevó sus manos al pecho y cayó de bruces sobre las convulsas aguas del Atlántico.
Entonces, de
la quietud de las aguas, salieron unas manos de mujer y sumergieron al
pescador, que no se vio más.
A partir de
ese momento, no son pocos los vecinos del lugar que afirman ver la silueta del pescador
sentado en su arrecife, mirando atentamente la sirena que danza para él en las
azules aguas del océano.
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