Ahora
recuerdo a mi
madre rodeada de
sus hijos,
en las noches de peligro por la cercanía de un ciclón, o
por la enfermedad de uno de nosotros. No dormía durante
toda la noche, o nos acurrucaba en su seno en señal de
protección, para evitar el más mínimo daño a uno de sus
críos.
La recuerdo en el
tiempo cuando los cuatro hermanos crecíamos y la
llenábamos de preocupaciones por las conductas propias
de los adolescentes. Y la recuerdo firme ante mi padre,
cuando por una actitud que aunque podría ser criticable, se
alzaba en nuestra defensa, porque creía que nuestro
progenitor se estaba pasando en sus severos castigos en
comparación con la gravedad del hecho.
Y así crecimos,
siempre a su sombra, siempre bajo su cobija, hasta que
tomamos nuestros propios derroteros por la propia
naturaleza de la vida, aunque nunca hemos dejado de ser sus pequeños, aunque estemos casados, o viejos o llenos
de hijos.
Y cada segundo
domingo de mayo, volvemos a su física cobija, y le
dedicamos un poco de más tiempo que el habitual por la
prisa de la vida, y la mimamos y recordamos cuánto ha
hecho por nosotros y cuánto hace aún, en medio de su
sexagenaria existencia, con la fuerza del primer día,
cuando cinto en mano nos imponía su voluntad ante alguna
falta, para ofrecernos una educación de bien, porque
para ella lo más importante era la honradez de cada uno
de nosotros, la correcta conducta a través de nuestras
vidas.
Por eso hoy, en este
segundo domingo de mayo, Día de las Madres, hijos como
yo nos sentimos orgullosos de que la vieja aún viva con
su salud de hierro, mientras otros, los menos
afortunados, compran bellas flores para honrar a sus
progenitoras que ya no están físicamente, porque aun en
la distancia de su ausencia-presencia, ellas siempre
están, acurrucando a sus pequeños, protegiéndolos y
guiándolos por el camino del bien.
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