Dicen
que su primera pasión fue la pintura, y en los campos de Calderón, allá en la
provincia de Holguín, hacía trazos en busca de esperanzas, y con las escasez de
sus años, invitaba a los paisajes a sus libretas escolares, que tenían más de
dibujos que de las propias asignaturas.
Sin embargo, en la mente de Renael González Batista también había espacio para la improvisación, y dibujaba versos en su mirada llena del verde de los campos, de los animales, de las mujeres que pasaban de largo, de todo cuanto servía para despertar su pícara imaginación de juventud.
Eran tiempos difíciles para él y su familia, porque la Revolución no llegaba para cambiar los campos y devolverles la esperanza a quienes no poseían más que sus virtudes, defectos y muchas ansias de un mundo mejor.
Y así pasó el tiempo, y un día Cuba fue mejor. Y el joven campesino se empinó en su talento y estudió Artes Plásticas y trazó dibujos y colores profesionales, y en su mente –qué mente- la décima cabalgaba endecasílaba para subir montañas y recorrer valles; beber miradas, flechar corazones, que hacían llenar de oxígeno sus pulmones pletóricos de placer.
Hasta que un día cualquiera, Renael llegó a Puerto Padre –su puerto definitivo- y fue empinando su estatura, escribía y escribía, rompía y rompía cuartillas en busca del verso mejor, y nacían Piel de polvo, Sábado solo, Canción de agua, Donde el amor está multiplicado, Ocho sílabas, Sobre la tela del viento…
Entonces, como por arte de magia o de pasión, nació Tu mirada, esa décima convertida en himno del amor, cantada, susurrada, imaginada, hasta llevarla a la máxima expresión para enamorar a cualquier muchacha que apaga el mundo cuando cierra sus ojos.
Y pasa y pasa el tiempo, y Renael González camina con él, intempestivo, estremecedor, cautivante, susurrador de versos que traspasan el alma; conductor de una décima que lo ha puesto en los más altos niveles de esa estrofa, para al final, erguirse como lo que siempre ha sido: aquel campesino humilde, bonachón, sencillo y afable, de cuyas manos y mente nacen versos para acariciar el amor.
Sin embargo, en la mente de Renael González Batista también había espacio para la improvisación, y dibujaba versos en su mirada llena del verde de los campos, de los animales, de las mujeres que pasaban de largo, de todo cuanto servía para despertar su pícara imaginación de juventud.
Eran tiempos difíciles para él y su familia, porque la Revolución no llegaba para cambiar los campos y devolverles la esperanza a quienes no poseían más que sus virtudes, defectos y muchas ansias de un mundo mejor.
Y así pasó el tiempo, y un día Cuba fue mejor. Y el joven campesino se empinó en su talento y estudió Artes Plásticas y trazó dibujos y colores profesionales, y en su mente –qué mente- la décima cabalgaba endecasílaba para subir montañas y recorrer valles; beber miradas, flechar corazones, que hacían llenar de oxígeno sus pulmones pletóricos de placer.
Hasta que un día cualquiera, Renael llegó a Puerto Padre –su puerto definitivo- y fue empinando su estatura, escribía y escribía, rompía y rompía cuartillas en busca del verso mejor, y nacían Piel de polvo, Sábado solo, Canción de agua, Donde el amor está multiplicado, Ocho sílabas, Sobre la tela del viento…
Entonces, como por arte de magia o de pasión, nació Tu mirada, esa décima convertida en himno del amor, cantada, susurrada, imaginada, hasta llevarla a la máxima expresión para enamorar a cualquier muchacha que apaga el mundo cuando cierra sus ojos.
Y pasa y pasa el tiempo, y Renael González camina con él, intempestivo, estremecedor, cautivante, susurrador de versos que traspasan el alma; conductor de una décima que lo ha puesto en los más altos niveles de esa estrofa, para al final, erguirse como lo que siempre ha sido: aquel campesino humilde, bonachón, sencillo y afable, de cuyas manos y mente nacen versos para acariciar el amor.
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