Janet Odamea va a morir sin remedio.
A pesar de la
sangre que acaban de transfundirle sus 20 años se apagan, y en su mirada existe
la súplica de una salvación que no es posible.
No se sabe ciertamente qué tiempo lleva contagiada, solo que hace dos semanas que enfermó y ahora marcha inexorablemente hacia la muerte.
No se sabe ciertamente qué tiempo lleva contagiada, solo que hace dos semanas que enfermó y ahora marcha inexorablemente hacia la muerte.
Janet es una de las 200 personas que diariamente se contagian con el virus del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA) en Ghana.
No se sabe cuántos ghaneses llevan en su sangre el virus. Eso es muy difícil de determinar. Solo se conoce cuando algunos ya están enfermos y van a los hospitales para ser consultados por los médicos cubanos, quienes diagnostican la dolencia muchas veces por la experiencia profesional, pues el examen para determinarlo de manera científica también es inaccesible para la mayoría de las personas.
Como van las cosas, la población de ese país desaparecerá en algunos años.
El SIDA, asociado a la tuberculosis, es una de las más terribles epidemias en esa nación de más de 18 millones de habitantes, porque son muchos los ghaneses que padecen las dos enfermedades.
Los niños tampoco escapan a la tragedia.
Muchos pequeños nacen contagiados, y otros miles son huérfanos y sufren el desamparo de no contar con sus padres.
¿Cuántos ghaneses están condenados por el SIDA? ¿Cuántos por la tuberculosis? ¿Cuántos niños están desnutridos? ¿Qué tiempo durará esa población sobre la Tierra?
Nadie sabe. Solo existe la certeza de que la población de ese país marcha de forma acelerada hacia el reino del silencio.
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