El boulevard, en el mismo centro histórico de la ciudad. (Foto del autor) |
Tampoco sale por sus calles el Caballo Blanco con el indio sin cabeza sobre su grupa, presagiando las desgracias de las polvorientas callejuelas; no asusta el Fantasma de Ahogapollos, ni el Río Hórmigo dormita sobre sus soledades, para cazar a los enamorados a la orilla de su rivera.
Mi ciudad ya no es aquel hato de San Jerónimo convertido en un punto en la geografía de Oriente, por el que pasaban los pasajeros entre el lomo y la cabeza del verde caimán antillano, ni las llamas rodean la comarca para devorar sus entrañas, ni caen granizadas que lo inundan todo de hielo, aunque la Bayamesa, esa nube negra hacia el oriente, aparezca de vez en vez para anunciar un torrente de agua, alguna que otra vez.
Ahora Las Tunas anda con sus 217 años a cuestas y sus ramificaciones entrecruzadas con su Calle Real, que ha crecido en el tiempo, hasta repartos insospechados y alejados del centro histórico, y sus casas de capiteles sombríos y eclécticos llaman la atención sobre una época que fue y sigue siendo y sus habitantes viven la prolongación de aquel 30 de septiembre en que fundó sus cimientos para la historia.
Y a pesar del tiempo y de la propia historia, El Cucalambé sigue entonando sus décimas en su finca de El Cornito, y sus seguidores se levantan para admirarlo mejor, mientras Vicente García continúa guiando con su machete de combate al pueblo que siente orgullo de haberlo parido, y allá y acá, en cualquier parte, se sigue erigiendo la hospitalidad del tunero, aun con su rebeldía entre el pecho y la espalda, que le permite enfocar su mirada hacia un mundo mejor, el mismo que el país entreteje entre cantos de victoria y combate por el bien de todos sus hijos.
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