Cuando Julio César Pérez Viera recuerda la época en que tuvo que ayudar a su padre Monguito a hacer carbón durante el tiempo muerto, una sombra, casi imperceptible, pasa por sus ojos y se traslada al barrio El Donque, en la bahía de Cascarero, en Chaparra, donde con sus ocho años sobre sus flacos hombros desandaba la orilla de la costa y cuidaba los hornos como un pequeño centinela que preservaba el patrimonio familiar.
Eran los
primeros años de la década del 60 del pasado siglo, y en cuanto terminaba la
sesión de clases, echaba los cuadernos escolares en un bulto que se colgaba a
su espalda, pasaba por su casa, le daba un beso a Pola, su madre, y seguía con
sus hermanos Luis y "Pingüe" hasta donde estaba Monguito, tiznado,
bajo el fuerte sol de la costa, colocando un palo aquí, otro allá, en el pequeño
montículo que levantaba el horno, el cual para Julio se antojaba como el Pico
Turquino, porque su estatura infantil se achicaba más frente a aquella loma que
rugía calor y humo.
Sin embargo,
sus tareas de niño-hombre no le empañaban la mente para el estudio, y el propio
Monguito y la tierna Pola, le hablaban de cuánto tenía que estudiar "para
ser algo en la vida", porque él no podía pasar lo que ellos, que doblaban
la espalda desde pequeños para buscarse el sustento, aunque para Julio y sus
hermanos ya era todo diferente, porque vivían en una nueva sociedad con la
llegada de Fidel Castro y su Revolución.
Pero nada
hacía mella en el carácter de Julio César, y su forma y pensamiento iban
moldeándose sobre la marcha, como un niño feliz aun en medio de las
dificultades, con sus ideas revolucionarias y justicieras inculcadas por
Monguito, un comunista furibundo, que fue trasmitiendo los mejores sentimientos
y principios a su prole de ocho hijos, fruto del amor con Pola.
Y así pasó
el tiempo, y Julio César siguió estudiando convencido de que su misión
principal era "comerse los libros" y hacerse un hombre "leído y
escribido", como le decía Mamita, su abuela, que con su sabiduría natural
también lo llevaba por los buenos caminos, como su nieto predilecto, por quien
sentía un amor infinito.
Ya 1969, en
el preuniversitario, cuando tenía ideas inmensas para estudiar Arquitectura,
porque le gustaba aquella palabra aunque no sabía bien lo que era, la Juventud
comunista pidió a los estudiantes un paso al frente para formarse como
maestros, por las necesidades de la Revolución de llevar la educación a todos
los rincones del país, y Julio César no se quedó atrás, y se enroló en las
filas del magisterio, se formó como maestro primario en un curso emergente de
un año, e impartió clases en un lugar llamado Los mameyes, en Manatí, La Viste,
cerca de Vázquez, Chaparrita, Cascarero, y el centro escolar Troadio Bosh, en
el propio poblado de Chaparra.
Pasados dos
años, comenzó a presentar problemas en las cuerdas vocales y tuvo que dejar la
docencia. Y un día, estando en la Dirección de Educación, Luis su hermano,
dirigente de la Unión de Jóvenes Comunistas, le comentó que iban a abrir una
plaza de periodista en el central, y le gustó aquella idea, porque la palabra
lo fascinaba y se fue hacia la nueva tarea, inédita por demás.
Así en 1972
lo enviaron a pasar un seminario para dar inicio a su formación como
periodista, junto a nombres obligados en la prensa de la actual provincia de
Las Tunas, como Raúl Martes González, Roberto Doval Bell, Oscar Peña Peña y
Rafael Quiroga, algunos de los pioneros en esos menesteres.
Y llegó la
hora de la verdad.
Desde
Chaparra, comenzó a hacer un programa en vivo, para Radio Libertad, nombrado
Aquí Menéndez, de media hora, dedicado a la zafra, en el que era conductor,
musicalizador, realizador de sonido, y hacía una radiografía de la zafra,
entrevistaba a macheteros, operarios del central Jesús Menéndez, y complacía
peticiones musicales con Silvana Di Lorenzo, que todos los días era solicitada
por los hombres y las mujeres del azúcar.
Paralelamente
al programa, hacía un boletín diario nombrado El Cañazo, de corte crítico, en
el que analizaba la marcha de la zafra y sus deficiencias, y ese fue el
preámbulo de su furibundo amor por los trabajos analíticos, esos que le quitan
el sueño y lo marcan con no pocas personas que no entienden la crítica y lo
miran con los ojos torcidos.
La segunda
hora de la verdad fue en julio de 1978, cuando en la naciente provincia de Las
Tunas se fundó el diario 26, del cual formó parte de su plantilla como
reportero del equipo político-ideológico, y se forjó en los avatares del
diarismo de la prensa plana, para lo cual le sirvió su labor como corresponsal
del diario Sierra Maestra, de la antigua provincia de Oriente, en el que
publicaba todo lo importante que pasaba en Chaparra y la región del norte.
En el
periódico 26 Julio hizo época junto a aquel colectivo de jóvenes que sin
ninguna experiencia en la prensa plana diaria, asumió el reto y se impuso a las
lagunas de formación y oficio, se licenció en Periodismo y en la mayoría de las
ediciones diarias se buscaba problemas por las críticas a lo mal hecho, como
una característica que lo ha marcado por los años de los años, a veces con
saña, por muchos cuestionamientos hechos sobre todo por los criticados, aunque
siempre ha prevalecido la verdad y se mantiene a flote.
La década
del 90 del pasado siglo fue convulsa para Cuba y el mundo, y con la caída del
campo socialista y la Unión Soviética fue imposible mantener un periódico diario
por la cantidad de papel en cada edición, y 26 fue reduciendo su salida hasta
el semanario actual, y Julio César se fue a trabajar a Radio Victoria, hasta
que un día de 1997, ingresó al colectivo de Radio Progreso como corresponsal en
Las Tunas, donde ha consolidado su carrera que lo ha llevado a recibir el
Micrófono de la Radio Cubana, por la excelencia de su labor profesional.
Así, aquel
niño que sin dejar de estudiar hacía carbón para ayudar a su padre, que no ha
dejado nunca su vocación de maestro, es uno de los nombres obligados en el
periodismo tunero de la etapa revolucionaria y ahora recibe el Premio provincial de Periodismo Rossano Zamora Paadín por la obra de la vida, porque con su constancia, la
afilada pluma, y la agudeza de su mirada, informa y analiza acerca de lo que
pasa en este pedazo de tierra que un día de 1978 lo vio llegar, con su
sombrerito de piel de castor, su verbo locuaz, y su cartelito de plantillero
para sus colegas de profesión, resultado de su forma jaranera de ver la vida,
sus cuentos a veces increíbles, y la cantidad de mujeres que lo han acompañado
a lo largo del camino, algunas de las cuales le dieron cinco hijos, que son,
junto a su profesión, la razón de su existir.