Recuerdo
como si fuera ahora toda la atmósfera que se formaba alrededor del Día de
Reyes.
Con la
inocencia de mis ocho o nueve años intercambiaba opiniones con mis amigos del
barrio para ver nuestras peticiones, y no se me olvida el gardeo de mis padres
cuando les comentaba lo que iba a pedir.
Mi Rey mago era Melchor, quien no siempre quedaba bien conmigo porque nunca me traía exactamente lo que le pedía, y miraba con envidia a otros amiguitos del barrio a quienes le traían bicicletas y carros de bomberos grandes, de pilas, y otros juguetes inalcanzables para mí.
Siempre el
día 5 por la noche, después de escuchar el sermón de mis padres para que me
portara bien si quería tener todo lo que le pedía a los Reyes, me acostaba
temprano, no sin antes dejar mi carta que siempre comenzaba “Queridos Reyes
Magos…”, y le dejaba un mazo de hierba y agua para el camello de Melchor.
Y aquel
último Día de Reyes fue el desastre, primero porque mi Rey Mago quedó mal con todo
lo que le pedí, y en el barrio miraba con angustia a los demás muchachos con
sus exhibición de juguetes y hablaba mal de Melchor, hasta que Guardi, uno de
los amigos mayores que nosotros me espetó en mi propia cara: “Miguelín no
pelees más, no seas bobo, los reyes son los padres”, y todo aquel bello
andamiaje alrededor del 6 de enero se desmoronó con angustia, porque desde que
tenía uso de razón había disfrutado de aquel mito a través de los tiempos.
Entonces me
levanté y me fui directo a la casa y le pregunté a mis padres que cómo era
posible que ellos fueran los Reyes Magos, y no supieron qué decir, y pasé el
resto del día sin salir, hasta que por la noche mi padre se sentó en mi cama y
comenzó a conversar conmigo, tratando de explicarme lo inexplicable par un niño
de mi edad, y a partir de entonces, nunca más creí en los Reyes Magos, aunque
pasó el tiempo para acostumbrarme a la idea de que nunca existieron Melchor,
Gaspar y Baltazar, que todo era producto de la fantasía de las propias
sociedades de entonces.
0 comentarios:
Publicar un comentario