Nunca he
tenido presente el día que en Las Tunas, ciudad del oriente de Cuba, donde
vivo, cayó un diluvio de hielo del cielo, que copó las calles de la entonces
pequeña ciudad y llenó de terror a sus habitantes. Solo ahora, que he visto en
facebook una nota de mi amigo Juan Morales Agüero, me detengo a pensar en la
fecha: 29 de marzo de 1963, nada menos que 50 años de la llamada Granizada de Las Tunas.
No obstante
al tiempo pasado, y a mis escasos cinco años en aquella jornada de estupor,
recuerdo nítidamente cada momento de tan aciaga fecha, en que la ciudad se
enfrió por tanto hielo en sus alrededores.
Esa tarde
mi papá me llevaba de la mano hacia algún lugar que no preciso y caminábamos de prisa porque quería llegar
antes de que comenzara a llover, pero cuando íbamos a unas cuatro cuadras de la
casa, el cielo estaba tan negro que metía miedo y ya las lloviznas comenzaban,
por lo que decidió regresar.
Recuerdo
que me cargó para caminar más aceleradamente, y corría hacia la casa por la
tormenta que se avecinaba. Yo, que te tenía –le tengo- un miedo inexplicable al
viento, sentía una sensación extraña ante la actitud de mi padre, y ya cuando
llegábamos a la puerta de la casa comenzó la lluvia.
Mi casa de
la calle Julián Santana, donde vivíamos mis padres, mi único hermano en aquel
entonces y mi abuela, tenía una puerta de dos piezas, alta, con un postigo a la
altura de mis ojos, y por las rendijas de esa pequeña ventana comencé a mirar y
vi como el viento doblaba los árboles que estaban en el solar de enfrente, por
lo que despavorido, corrí hacia el cuarto, me acosté y me tapé cabeza y todo,
pero sentía cómo en las tejas del techo sonaban como piedras, que después supe
eran aquellos granizos que inundaron la ciudad.
Yo sí no
preciso cuánto tiempo duró la tormenta. Solo recuerdo que cuando escampó
salimos al patio y una enorme mata de anoncillos estaba caída de raíz sobre el
brocal del pozo.
Entonces
salí a la calle, y enfrente, un señor nombrado Raquel, despejaba con una pala
la puerta de su casa colmada de hielo y la calle toda era blanca, y los
muchachos jugaban tirando pedazos de hielo de un lado para el otro.
Por
supuesto que por mi edad no supe de noticias por la prensa, la radio y la
televisión, solo sé que fue algo terrible, con mucho viento, árboles y casas
derrumbadas y que las calles estaban llenas de curiosos que caminaban sobre el
hielo.
Después fui
creciendo y escuchando las leyendas que se tejían sobre la Granizada de Las
Tunas, que pasó de una generación a otra, y cada vez que veo la negrura en el
cielo que la gente llama La Bayamesa, la piel se vuelve a erizar ante la
amenaza de una nueva y misteriosa tormenta de viento y hielo. Gracias que nunca
más ha pasado.
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