Hoy es el
cumpleaños de mi padre. Cumpliría 80 años si la muerte no le hubiese jugado una
mala pasada el pasado 24 de julio. No llegó a ser octogenario por solo 13 días,
porque la mayoría de las veces esa señora no espera.
Desde hace
unos meses habíamos ideado un cumpleaños en familia, porque en verdad, es un
privilegio llegar a los 80, pero no pudo ser.
Sin embargo, está la satisfacción por su larga y fructífera vida, en la que supo construir una familia junto a mi madre, con quien estuvo casado nada menos que 58 años y tuvo cuatro hijos: dos varones y dos hembras, con tres nietos.
A mí, como todavía me parece mentira que mi padre no esté, lo hago en casa, tranquilo, en el seno de su hogar, y cuando visito su casa me parece que anda por el barrio, jugando dominó, o charlando con los amigos, pero no lo asocio ya a la silla de ruedas que en el último año fue su compañera.
Sé que es un mecanismo de defensa, pero lo prefiero así, porque a fin de cuentas para uno los padres nunca mueren, siempre están con nosotros, en el recuerdo, en el pensamiento y junto a nuestras vidas.
Por eso no
fui al cementerio, porque para mí él no está allí, y lejos de recordarlo con
tristeza lo recuerdo con alegría, con aquel gesto cuando lo veía en aquella
cama de hospital donde estuvo 17 días luchando por su vida, y le decía: “papá,
cómo te sientes”, y él me miraba con aquellos ojos casi sin brillo y me
respondía: “bien”, y me cogía la mano y me la apretaba.
Mi padre no está, físicamente hablando, pero siempre estará, junto a mí y a los míos, como el eterno timonel del barco que un día construyó con sus propias manos. Y eso es lo que cuenta.
Mi padre no está, físicamente hablando, pero siempre estará, junto a mí y a los míos, como el eterno timonel del barco que un día construyó con sus propias manos. Y eso es lo que cuenta.
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