domingo, 2 de septiembre de 2012



Hoy me vienen a la mente mis primeros maestros, aquellos a quienes siempre he recordado con mucho cariño, porque fueron como mis segundos padres, y en ocasiones, hasta los primeros, porque había situaciones en los que eran ellos los que me "sacaban las castañas del fuego", como reza cierto refrán que conozco.

Yo puedo vanagloriarme de los educadores que tuve. Desde el preescolar, cuando conocí aquella maestra nombrada Amparo, que se desvivía por cada uno de nosotros para enseñarnos las primeras ideas desde su mundo impecablemente cívico, hasta Obdulia, una señora gorda y buena, que me abrazaba cada vez que llegaba a clases, porque decía que yo era su preferido, y se empeñaba en enseñarme a leer en el primer grado, y, como vivía en mi propio barrio, siempre me tenía controlado, como decía, porque era demasiado enamorado, según sus apreciaciones.

Después recuerdo con mucho cariño a José Antonio, que estuvo impartiéndome clases desde el segundo hasta el quinto grados, y con quien me unía una empatía grande, al extremo, de que hoy me ve por las calles y me trata como si fuera el mismo pequeño que enseñaba las primeras materias.

Heriberto Téllez también fue uno de mis grandes maestros. Eso fue en sexto grado, cuando ya uno se cree hombre, y él dedicaba largos ratos hablándonos de la vida, de lo que era bueno y lo que era malo, del camino que debíamos seguir.

Ya en la secundaria Aida Rosa fue sin dudas la maestra que más me impactó a lo largo de mi vida, y no solo por su trato, sino por su extremada belleza, que nos dejaba atónitos a los varones cada vez que entraba al aula, y casi no entendíamos sus clases de Historia porque nos la pasábamos embelesados contemplando aquel cuerpo escultórico y aquella deidad que le salía por encima (¿o por debajo?) de las ropas.

Y no puedo dejar de mencionar a Digna, mi profesora de Español en noveno grado, una rubia preciosa de 20 años que se enamoró de mí y yo de ella, a la altura de mis 17 almanaques, con quien viví un amor apasionado a la vista de todos, y mis amigos de entonces y otros compañeros de escuela, me tenían una envidia que se morían porque había flechado de buena manera a aquella muchacha cautivadora que había que mirar -y comtemplar- cada vez que pasaba o llegaba al aula.


Después ya no tuve más maestros preferidos. Porque Anita me resultaba latosa con su Matemática, que no entendía ni aunque me abriera la cabeza; Ana Rosa era insoportable con su Geografía, y los demás eran eminentemente instructivos, quizás por aquello de que ya dejábamos de ser niños, aunque también los recuerdo con cariño, aun cuando no lleguen a ser como los mencionados.

Ya de adulto, los maestros que admiro son los de mis hijos, quizás como una prolongación de los míos, y a otros que no fueron ni mis maestros ni los de mis hijos, pero que son verdaderos ejemplos para las nuevas generaciones, y para todos, los mejores y los menos buenos (desde mi apreciación, claro), llegue mi sencilla felicitación a las puertas del curso escolar 2012-2013 que comienza mañana en mi Cuba, la misma que un día de diciembre de 1961, se convirtió en territorio libre de analfabetismo. ¡Enhorabuena!

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Este es mi espacio personal para el diálogo con personas de buena voluntad de todo el mundo. No soy dueño de la verdad, sino defensor de ella. Vivo en un país libre y siento orgullo de ser cubano.

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