domingo, 12 de mayo de 2013

Ahora recuerdo a mi madre rodeada de sus hijos, en las noches de peligro por la cercanía de un ciclón, o por la enfermedad de uno de nosotros. No dormía durante toda la noche, o nos acurrucaba en su seno en señal de protección, para evitar el más mínimo daño a uno de sus críos. 

La recuerdo en el tiempo cuando los cuatro hermanos crecíamos y la llenábamos de preocupaciones por las conductas propias de los adolescentes. Y la recuerdo firme ante mi padre, cuando por una actitud que aunque podría ser criticable, se alzaba en nuestra defensa, porque creía que nuestro progenitor se estaba pasando en sus severos castigos en comparación con la gravedad del hecho.

Y así crecimos, siempre a su sombra, siempre bajo su cobija, hasta que tomamos nuestros propios derroteros por la propia naturaleza de la vida, aunque nunca hemos dejado de ser sus pequeños, aunque estemos casados, o viejos o llenos de hijos.

Y cada segundo domingo de mayo, volvemos a su física cobija, y le dedicamos un poco de más tiempo que el habitual por la prisa de la vida, y la mimamos y recordamos cuánto ha hecho por nosotros y cuánto hace aún, en medio de su sexagenaria existencia, con la fuerza del primer día, cuando cinto en mano nos imponía su voluntad ante alguna falta, para ofrecernos una educación de bien, porque para ella lo más importante era la honradez de cada uno de nosotros, la correcta conducta a través de nuestras vidas.

Por eso hoy, en este segundo domingo de mayo, Día de las Madres, hijos como yo nos sentimos orgullosos de que la vieja aún viva con su salud de hierro, mientras otros, los menos afortunados, compran bellas flores para honrar a sus progenitoras que ya no están físicamente, porque aun en la distancia de su ausencia-presencia, ellas siempre están, acurrucando a sus pequeños, protegiéndolos y guiándolos por el camino del bien.



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