domingo, 22 de diciembre de 2013



Foto tomada de Internet.
El día que conocí a Digna el mundo por poco se acaba.

Hacía tres días que yo no iba a la escuela, y ella acababa de llegar a Las Tunas desde Holguín para ser nuestra profesora de Español en noveno grado, en la escuela secundaria básica Wenceslao Rivero.

Yo había tenido que viajar con mi padre el mismo día en que ella comenzaba, por lo que no tuve el privilegio de verla llegar. Y cuando regresé el domingo, mis amigos y compañeros de aula me fueron a ver para llevarme la noticia de la incorporación a clases de aquella rubia de 20 años que destilaba belleza por todas las partes de su cuerpo y de su cara, y estaban como embelesados por tal aparición, por el bien de los varones y la envidia de las hembras.


Si es linda como me dicen, no hablen más, que yo me encargaré de ella, le espeté a mis amigos con la vanidad por el cielo y recuerdo cómo quedaron atónitos con mis palabras, y lo duraron, porque esta vez se trataba de una profesora, demasiado linda por demás, porque así siempre les decía cuando llegaba una alumna nueva a la escuela y todos se babeaban mientras yo le aseguraba que sería mía, y al final lo era.

Aquel lunes me levanté más temprano que de costumbre, para llegar al aula puntual –algo sumamente difícil porque nunca me quería levantar- para ver a la diosa Venus de Español, pero ni recuerdo por qué me cogió tarde, y cuando llegaba ya ella estaba a punto de entrar después del último estudiante, y llegué corriendo, antes de que ella cruzara el umbral de la puerta, y cuando me paré frente a ella el mundo se nos vino encima, porque los dos quedamos como clavados en el piso por unos instantes que parecían siglos, hasta que me preguntó si yo pertenecía a aquel grupo.

Sí, le respondí, e inmediatamente le tomé su mano, y dándole un beso a lo medieval, le dije: “mis amigos no exageraron, es usted una mujer extremadamente bella”.

Algo turbada me musitó un gracias casi inaudible, y la dejé parada unos segundos en la puerta y me fui triunfante hacia mi puesto, mientras 25 pares de ojos me miraban y la miraban a ella, escudriñando la perturbadora escena que acabábamos de protagonizar.


Así, comenzó la clase de español y la gramática me entraba por un oído y me salía por el otro, porque mis ojos se llenaban de aquella rubia preciosa que no podía sustraerse a la tentación de mirarme cada cinco segundos, y cada vez que posaba sus ojos verdes sobre mí era como un corrientazo y el aula atenta a los acontecimientos.

Por fin, terminó el turno y ya de salida me volvió a fulminar con su mirada, y yo sentía un escalofrío que me hacia estremecer. En los cinco minutos del cambio todos me miraban, incluidas las jovencitas a las que les caía muy bien, y mis amigos no me decían nada, pero les picaba la lengua por hacerlo, hasta que mi vanidad afloró nuevamente: ¿no se los dije?

Por aquellos tiempos yo era miembro del secretariado de la Federación de Estudiantes de la Enseñanza Media, que aglutinaba a todos los alumnos de secundaria básica, y se preparaba una fiesta en el cabaret Taíno por un aniversario de la organización, y como yo era novio de Carmen, la presidenta de la organización de la escuela, tenía una responsabilidad doble con aquella celebración.



Y llegó el día de la fiesta y yo estaba en una mesa con mi novia y mis amigos y sus novias, y llegó Digna hasta nuestra mesa y le dijo a Carmen: ¿me lo prestas para bailar? Y sin esperar respuesta me tendió la mano y yo accedí con mis ojos clavados en el verdor de los suyos.

No preciso la música de aquel momento, pero sé que era algo lento, y aquella muchacha preciosa me cruzó sus brazos por mis hombros y pegó su cara a la mía y yo sentía como la parte frontal de mis pantalón se inflaba y me dejé llevar, hasta que se despegó un poco y me clavó sus ojos verdes en los míos sin hablar, en un lenguaje mudo que, sin embargo, llevaba un mensaje pasional, hasta que Carmen llegó como un bólido y rompió el hechizo con un delicado “ahora me toca a mí” y comenzamos a bailar pero solo yo pensaba en Digna, que no me quitaba los ojos de encima.

Entonces tramé algo con uno de mis amigos para que entretuviera a Carmen, mientras otro me decía que me solicitaban por teléfono. Salí con una disculpa y Digna tomó mi seña cuando pasé por delante de ella, y yo, confiado en que uno de mis amigos no soltaría por nada del mundo a mi novia, la esperé en la puerta, y cuando vi salir aquella belleza con su pelo rubio suelto ya sabía que era completamente mía.

Rápidamente nos fuimos casi corriendo hacia el fondo de la Feria, donde había un club en forma de caney, íntimo, acogedor, a media luz, casi siempre con pocas parejas dentro, y dio inicio a uno de los amores más estremecedores en todos mis 16 años.

Después fue inevitable el rompimiento de mi compromiso con Carmen, porque aunque tratábamos de ser discretos a Digna y a mí nos descubría la pasión de la mirada, y tuvimos un intenso noviazgo durante todo el noveno grado, y se enamoró tanto de mí –y yo de ella- que me llevó a su casa de Holguín, y me presentó a sus padres, como una de sus grandes locuras, por ser yo más joven y su alumno, pero a sus progenitores tampoco le importaba aquello y la relación florecía contra viento y marea.

En mi escuela, por supuesto que éramos la comidilla de todos, porque no era común que un estudiante estuviera con una profesora, algo inédito hasta aquel momento por lo menos en todas las secundarias de la ciudad, y yo, orgulloso y altanero, era la envidia de todos los varones del centro, y me paseaba con aquella rubia portentosa que por demás, solo tenía ojos para mí.

Así Digna y yo pasamos a la historia de las secundarias básicas en la ciudad de Las Tunas. Así pasamos todo un curso escolar, felices, apasionados, con aquel amor estremecedor, con aquellos momentos difíciles frente al aula, porque la situación se volvía incómoda, hasta que terminó el calendario, y yo me fui becado para Santiago de Cuba, y el tiempo y la distancia se encargaron de ir matando aquella relación, aun cuando desde la entonces capital de Oriente yo iba a Holguín a verla, porque ella inmediatamente que terminó el curso fue para su ciudad natal.

Con el paso de los años, yo nunca más volví a verla, nunca más volví a oír hablar de ella, y no sé si me olvidó completamente. Solo sé que Digna llegó para quedarse, y con todo el tiempo que ha pasado, la llevo conmigo como un trofeo de mis 16 años, y a veces, cuando nos juntamos los muchachos y las muchachas de entonces, siempre viene el hecho al recuerdo, porque fue tan lindo, tan inédito y tan sacudidor, que sigue ahí, en la mente de quienes fueron testigos de aquel amor.  

  

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