Las Tunas
deja de existir como ciudad para convertirse en remanso, refugio, hogar.
Ya no es la
ciudad de mis sueños ni de mi niñez, de mi adolescencia y primera juventud,
cuando cada tarde buscaba un acomodo en un rincón cualquiera para pasar un rato
con la novia de turno, siempre bajo el riesgo de que alguna señora me regañara
por comportamientos indignos, según sus prejuicios.
Las Tunas
me acompaña siempre, desde que me levanto hasta que me acuesto, desde que la
recorro cada día cuando marcho o vengo del trabajo, y lejos de cansarme,
siempre se me antoja distinta, acogedora, bella.
Es esta mi
urbe pequeña, siempre calentita y acogedora, hospitalaria y de mujeres bellas
que vienen y van y se quedan, con un paso que estremece los cimientos de su
estructura, porque el paso de una dama siempre es intempestivo, interrogador.
Sé que mi
ciudad no es la más bella del mundo, pero se me antoja cual París, Londres,
Accra, Tamale, Kumazi, Cape Cost, y cuando he estado en esas urbes siempre Las
Tunas impone su presencia, y me reclama y me sigue cautivando con el llamado de
la sangre.
Así son las
ciudades nativas, las que reciben tu primer grito al mundo y te ven crecer a su
sombra y a su luz, con esas caricias, únicas por demás, que te levantan de la
tierra en un suspiro, para hacerte saber, siempre, que serán tu hogar donde
quiera que estés.
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