
Enseguida
nació entre nosotros una amistad que sobrepasó los límites de esa palabra,
porque como podía ser mi padre, Alcibiades Puig me tomó como a un hijo, al que
aconsejaba todos los días ante mis ansias por conquistar a una estudiante, o
ante cada idea muchas veces descabellada de los 20 años.
Y no solo
me ponía la luz roja ante las alumnas. Recuerdo que cuando comencé mi relación
amorosa con Ana Maura, una bella profesora mayor que yo dos o tres años, todos
los días me sentaba y me daba consejos para que fuera más maduro, porque la
hermosa profe era madura y yo tenía que ponerme a su altura si no quería
perderla.
También
Alcibiades perdía el sueño cuando conquisté a Lisy, una bella estudiante que
rompió todas mis pasiones, y él siempre andaba atajándome para cuidarme porque
yo era un profesor al que no se le permitían relaciones con las alumnas, y «por
nada de la vida podía tener problemas», me decía con la más seria de sus caras
para después echarme el brazo, sentarnos en un rincón y comenzar a cantar
nuestra canciones, o mejor, sus canciones, porque yo solo lo seguía.
Fue el amor
por la música y la guitarra lo que más nos unió en aquel curso escolar en La
Veguita.
Después,
cada uno tomó su camino y hablábamos alguna que otra vez por teléfono, hasta
que se fue a vivir un largo tiempo a La Habana, pero un día volvió a su Puerto
Padre natal, y llegué a su casa con su sobrino Julián Puig, y su vida y mi vida
se volvieron una fiesta cuando nos vimos.
Después,
grabamos juntos un documental sobre Boquerón, como espacio comunitario
cultural, del cual Alcibiades y su música eran el hilo conductor, y así nos
veíamos una que otra vez.
Por eso, a
pesar de sus casi 90 años, me sorprendió su muerte esta mañana del 15 de mayo,
justamente el Día Internacional de la Familia, a la que Alcibiades dedicó todo
su amor y empeño.
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